El 22 de junio de 1981, el Congreso de los Diputados aprobó, por162 votos a favor frente a 128 en contra y 7 votos en blanco, emitidos en votación secreta la Ley de Divorcio. El sector más conservador de la sociedad, así como la herencia cultural judeocristiana, hizo que esta ley se considerara un atentado contra la familia.
A partir de ahí vinieron los primeros divorcios. La mayoría fueron difíciles y dolorosos. No teníamos “cultura de divorcio” ni un modelo a seguir, ni tan siquiera un modelo al que evitar. Las primeras parejas que se divorciaron lo hicieron como pudieron, siendo difícil encontrar parejas que pudieran disolver su contrato matrimonial de una forma serena y pacífica. En aquel entonces era insospechable que algún día pudiera existir el divorcio de común acuerdo. Divorcio fue sinónimo de conflicto, hasta el punto de que muchas personas desearon el divorcio y no lo intentaron por miedo a la confrontación. Otras, especialmente las siempre discriminadas mujeres, quedaron emocionalmente incapacitadas para establecer nuevas relaciones de pareja después de la petición de divorcio de sus maridos, quedando emocionalmente vinculadas a sus ex-maridos de por vida. “Prometí ante Dios que me casaba hasta que la muerte nos separe, y mantengo mi promesa“. No es infrecuente ver, hoy en día, mujeres que inician una relación de pareja después de fallecer su ex-marido, aunque hayan transcurrido decenas de años desde el divorcio.

Actualmente ha llegado el momento en que se están divorciando los hijos de aquella generación que se divorció mayoritariamente de forma conflictiva, al estilo “La guerra de los Rose“. Hoy por hoy, quien se divorcia ya ha podido observar distintos modelos y formas de divorciarse. Hemos aprendido de nuestros padres (bueno, no todo el mundo…), aunque sea para no caer en los mismos errores que ellos (lo que no impide que podamos caer en otros errores distintos).
En todo caso, el divorcio es una pérdida; la pérdida de la conyugalidad, y su integración emocional se debe comprender desde la perspectiva de cualquier pérdida, que origina un proceso de duelo. En caso de que el matrimonio haya tenido hijos, la elaboración de la pérdida es más compleja porque, si bien es posible disolver la relación de conyugalidad, es absolutamente imposible disolver la relación de parentalidad. Por muy divorciada que esté una pareja, siempre quedará vinculada por el hecho de ser padres de los mismos hijos, incluso en el caso de que éstos no existieran porque hubieran fallecido. Podemos considerar que es como divorciarse “a medias”? No. No se trata de una contradicción sino de una paradoja. Hay que tener claro que la relación de pareja con hijos es una doble relación: la conyugal y la parental. El divorcio solo debería afectar a la relación conyugal, y en ningún caso a la relación parental, y las funciones naturales que se derivan de la misma en relación con los hijos, su educación, nutrición emocional, sostenimiento, etc.
Por fin son cada vez más las personas que consideran que hay que “desdoblarse” para comprender cuál es el duelo que están elaborando cuando se divorcian. “¿Qué he perdido? – He perdido mi relación de pareja“; ¿Qué conservo? – Se mantiene mi relación con el padre/madre de mis hijos“. No es posible elaborar un duelo sin saber con certeza qué es lo que se ha perdido.
Una vez puestos en contexto, vayamos más allá con el propósito de este artículo:
¿Qué ocurre cuando fallece aquella pareja de la que nos divorciamos hace años? ¿Nos veremos sometidos a un proceso de duelo? ¿Qué factores de riesgo o dificultades se pueden presentar?
Por razones obvias, ahora es el momento en que aquella primera generación de divorciados se encuentra en su vejez, y por lo tanto en cada ex-pareja se va a producir la muerte de uno de los dos. Por supuesto, anteriormente se ha dado la misma situación en aquellos casos en que uno de los dos ex-cónyuges haya fallecido a una edad temprana a causa de una enfermedad o accidente.

Otra vez más, la misma generación tiene que estrenarse en el manejo de una situación emocional que puede ser más o menos compleja en función de diversos factores, pero en ningún caso va a resultar sencilla por el simple hecho de no contar con antecedentes en este tipo de pérdida. La sociedad todavía no reconoce esta pérdida. No hay tradición de soporte emocional del entorno social al miembro de la ex-pareja que sobrevive. Ni siquiera existe un nombre que califique su situación. ¿Podemos llamarle “ex-viudo/a”? ¿Quizás “semi-viudo/a”? ¿O “co-viudo/a”, si la ex-pareja volvió a contraer matrimonio? No parece que ninguno de estos términos sea apropiado, pero lo grave es que no tengamos ninguno para reconocer el tipo de pérdida que implica la muerte de la ex-pareja.
No hay tradición de soporte emocional del entorno social al miembro de la ex-pareja que sobrevive
Si me entero de que el padre de mis hijos ha muerto… ¿Debo ir al entierro? Si es así, ¿cuál es mi lugar en la organización y desarrollo de los rituales fúnebres? ¿Qué debería sentir? ¿Merezco que se me reconozca algún tipo de dolor emocional?
El proceso de duelo por la muerte de la ex-pareja no es una tarea emocional sencilla por tratarse de un proceso de duelo no reconocido. La vivencia del divorcio, entendida como el proceso de duelo por la pérdida de la relación puede ser el mejor predictor: si hubo conflicto, y éste no se ha solucionado, la cicatrización emocional por la pérdida será más difícil de resolver porque estaremos hablando de un duelo en conflicto. Si hubo el mejor antídoto para el conflicto: el perdón, la tarea será menos dificultosa. Y en este caso no me refiero solamente al perdón a quién hace años nos abandonó, o quien hace décadas no cumplió nuestras expectativas sobre lo que debe ser una relación de pareja, sino que me refiero al perdón a uno mismo por todo aquello que estaba en su mano y contribuyó al fracaso de la relación.
El soporte familiar también será un factor importante. Es lógico pensar que si el ex-cónyuge que sobrevive ha estado manteniendo una fidelidad autoimpuesta y no ha logrado elaborar la pérdida del divorcio, no encontramos ante una situación más complicada que en el caso del ex-cónyuge que ha integrado el divorcio de forma saludable y aquél que volvió a entablar una nueva relación de pareja y/o fundar una nueva familia. Los hijos que durante el divorcio fueron utilizados como arma arrojadiza en el proceso de disolución conyugal y quedaran alineados con uno de sus dos progenitores, ahora no podrán ser de mucha ayuda: si quedaron “de parte” del otro lado, poco podrán reconfortar. Si quedaron “de parte” del ex-cónyuge que sobrevive, es más que probable que nieguen la pérdida y, con ella, ninguna necesidad de soporte afectivo al ex-cónyuge sobreviviente.
Núria
Reflexions molt enriquidores per identificar situacions i circumstàncies que moltes vegades passen desapercebudes malgrat que ens influeixen més del que ens podem pensar. Gràcies, Enric!